—¿Adónde vamos, hermana? ya estoy cansada de estar caminando.
—Ven, ya no falta mucho, ocupo que vengas para mostrarte algo.
—Es que ya tengo sueño hermana, y si paramos para descansar tantito nomás.
—Descansaremos ya que lleguemos. ¿Te acuerdas cuando éramos niñas y jugábamos a buscar el tesoro?, pues haz de cuenta que eso andamos buscando.
—Sí, si me acuerdo hermana. Era cuando nos salíamos de la finca, y andábamos entre los matorrales de caña y el lodo según buscando el tesoro.
—Así es hermana, por eso tenemos que seguir, para que no se nos haga tan noche y podamos ver dónde está.
—Te acuerdas de una vez que nos metimos a la finca de Don Cipriano a buscar el tesoro y los perros se nos echaron encima.
—Sí, sí me acuerdo.
—Y que uno se me agarró de las nahuas del vestido y me tumbó, y luego los otros me empezaron a morder.
—Sí, yo andaba bien asustada, porque pensé que te iban a comer viva los perros de Don Cipriano, pero lo bueno que un mozo nos vio y te quitó los perros de encima.
—Sí, ese era Renato Fuentes, el que se casó con Leonora Ramos, la que vivía a lado de con mi tía Jacinta, ¿te acuerdas?
—De eso no me acuerdo.
—Ah, esque creo que ya te habías muerto para cuando se casaron. Por eso no te tocó. Ella se casó con él porque salió embarazada. Yo me acuerdo de cuando se la llevó sin permiso a la fiesta. Fue en una de los Gómez Martínez, ya vez que siempre cuando era temporada del cempasúchil ofrecían festejo por el día de los muertos, y todo el pueblo iba para andar tragando de lo que servían. Yo los vi que andaban muy juntitos en la fiesta, y se desaparecieron por un rato. Ya poráy me enteré de que los vieron jugando a la mamá y al papá detrás de los arbustos de café. Nueve meses después salió el pequeño Renatito. Se casaron ya despuesito de que Leonora parió al niño, según que porque el niño que andaba esperando Leonora Ramos no era de él, pero ya que nació salió idéntico al Renato, con la misma naricita respingada que tenía, así que no tuvo mayor remedio que casarse.
—¿Apoco sí?, yo la hacía muy decente a la niña esa Ramos.
—Pues lo era, Renato Fuentes fue quien le quitó su florecita. Pero pues como sus papás eran bien severos andaba diciendo que no era de él, para que no le fueran a poner una chinga, pero al final se la pusieron.
—¡Ah… que el Renato!, siempre de inoportuno. Pero si no fuera por él tu a lo mejor habrías muerto antes que yo.
—Eso sí, él me quitó a los perros y nos hizo el favor de sacarnos de la finca sin decirle a Don Cipriano.
Ya llegando a la casa le dije a mi mamá que me caí, pero no me creyó. Y me untó de la babita de la sábila para que se me curaran las mordidas de los perros.
—De lo último que yo recuerdo fue cuando murió la maestra Dulce. Nomás que no me acuerdo porqué se murió.
—Pues de vieja hermana. No te acuerdas de que sus hijos andaban en malos pasos y se los mataron a los dos en una riña. De allí la pobre maestra Dulce se dejó decaer, como que se le fueron las ganas de seguir viviendo. Se sentaba como a esperar la muerte afuera en la puerta de su casa, bajo la sombra de los guayabos. Allí sopló su último suspiro una tarde calurosa.
—Yo ya no pude ir al funeral, pero me hubiera gustado ir, porque esa maestra para mí fue muy especial. La vida es bien canija y se lleva a quienes menos te la esperas. Veme a mí, yo también me morí cuando nadie se lo esperaba.
—Y hermana, ¿cómo estuvo eso?, nunca pudimos saber exactamente qué fue lo que te pasó cuando te encontramos ahogada allí en la presa.
—Pues ya ves que era agosto cuando me morí, y aquel mediodía en que regresaba de la escuela estaba tan caliente como un leño ardiente por la resolana y los tiempos de la canícula. Así que me quise meter a bañar al arroyo para que se me bajara la calor y regresar a la casa fresca. Pero pues se me olvido de que el arroyo trae mucha corriente cuando en los cerros llueve, y acá ni nos damos cuenta a menos que nos fijemos bien en el agua. Así que me metí y la corriente me arrastró como pescado hasta terminar zambullida y sin aliento entre el agua y el fango. Ya pues mi cuerpo lo encontraron en la presa porque el cauce del arroyo pasa por allí.
—A lo mejor si hubiera andado contigo ese día pudiera haber sido que te salvaras, o que las dos nos hubiésemos muerto verdá. ¿Pero por qué no fui aquella vez contigo a la escuela?
—Acuérdate que te dio la varicela, y andabas toda llena de sarpullido y ronchas en las sentaderas. Duraste semanas sin ir a la escuela. Por eso reprobaste y tuviste que volver a hacer el cuarto de primaria.
«Se ocultó el sol entre los cerros y la noche cayó como empapando el cielo de un azul pardo con negro. Se escuchaba el resonar de las ranas, los grillos cantando y también el sereno empezaba a sentirse en medio de la vereda de tierra, los árboles torcidos y la maleza seca.»
—¿Ya merito llegamos hermana?, esque ya me duelen los pies de andar caminando
—Ya se escuchan las ranas, andan pidiendo agua. ¿Las oyes hermana?, significa que ya mero llegamos.
—Pero por qué no me quieres decir adónde vamos, o por lo menos por qué tienes tanta prisa por llegar.
—Tu sigue caminando, hazle así como cuando nuestra madre nos ponía a pelar el montón de nopales o el montón de mazorcas que sacaban del rancho. Tu solo síguele.
—Ya sé, siempre era una friega ayudarle a mi madre a andar pelando los elotes y los nopales. También te acuerdas cuando nos llevó mi padre pitayas y nos ajuatamos las manos como puercoespín.
—Sí, que andábamos mascando chicle para despegarnos las espinitas de la pitaya, y duramos toda la noche con las manos hinchadas y adoloridas.
—¿Y mi madre cómo está?
—Bien, seguido nos dice que te extraña, que extraña las tardes de dominó en la terraza de la comadre Lupe.
—Ah, de veras, la comadre Lupe, ya ni me acordaba de ella. Era re chismosa; diario que nos juntábamos en su terraza frente al jardín del pueblo perdía el hilo del juego por andarnos contando argüendes de gente que ni conocíamos. Yo creo que se murió por mitotera.
—Que se murió de cáncer de pulmón me dijo. Porque desde niña andaba inhalando el humo de la leña cada que se ponía a prender los hornos de la panadería, y que por eso se le hizo el tumor allí en el pecho. Que nomás un día se despertó con la asfixia y ya no se volvió a llamar Guadalupe.
—Ah que cosas hermana. Oye, ya te había contado que me casé con Juvencio Barreda.
—Sí, lo dijiste hace rato.
—Te hubiera encantado estar en nuestra boda, todos los del pueblo estaban allí y hasta el padre Lorenzo me felicitó por tan bonita boda. Matamos 3 reses y 4 puercos para la fiesta. Duró 2 días, ¿tú crees?.
—Sí hermana, allí estuvimos mi madre y yo, nomás que no nos viste. Hasta mi madre derramó una lágrima cuando el padre les dio la bendición, te veías bien chula.
—Nos fuimos a vivir en una casita de carrizo que me hizo mi marido yendo para el cerro. Como sus papás conocieron a mi madre antes de que muriera, yo les caía bien, porque sabían que era de buena familia.
—Y por qué te casaste con Juvencio Barreda, si en la primaria me decías que te caía gordo.
—Pues no sé, ya que estuvimos más grandes se puso más guapo y me iba a ver en la ferretería donde trabajaba. Una tarde me llevó al quiosco por unos duritos y un tejuino, y pues de allí para delante nos hicimos novios.
—Ah… pues qué bueno hermana.
—Y luego cuando nacieron mis hijos hermana. Hubieras visto, tan vulnerables que se veían allí retorciéndose como lombriz en los brazos de la partera, es algo bien bonito. Tuve dos: Juventino y Euremio. Ahora ya son todos unos hombres, el más grande ya se casó y hasta ya voy a ser abuela me dijo el otro día que me visitó. Llegó de la ciudad con su mujer, ya con la pancita de encargo.
—¿Y mi padre cómo está, hermana?
—Pues bien. No lo veo casi, desde que murió nuestra madre se dedicó al trabajo, ahorita anda juntado con otra señora que vendía ropa de paca, allá en un local de los arcos frente al jardín. Se llama Delfina, es muy humilde la señora; lo veo feliz a mi padre con ella la verdá.
—Me da gusto que se le vea feliz. Además, también quisiera saber qué fue de mi tía Chayo. Ya ves que se fue para el norte y ya no supimos de ella.
—Ah, pues haz de cuenta que luego de que te moriste pues vinieron todas las hermanas de mi madre, mi tía Jacinta, mi tía Mago y mi tía Hilda. De allá se vinieron mi tío Pablo Emilio y mi tía Chayo en avión, desde la California.
Yo quería que me trajera una muñeca de esas Barbies que venden allá, pero no me trajo ni madres la vieja tacaña esa. Ya después de el novenario que te hicieron se regresaron todas a sus casas.
—Ah, oye hermana y ¿qué es un novenario?
—Pues bien bien no sé. Pero te anduvieron rezando durante nueve días todas las tías y más parientes. Se venían vestidas de negro y con velos del mismo color. Se les veía rezando con sus escapularios puestos y besando las cuentas del rosario cada que terminaban un Ave María. Yo nomás me acuerdo de que mi madre me puso a repartirles el pan y el té de canela a todas las gentes de luto; y me acuerdo que mi tía Jacinta tenía en la cocina una olla grande con arroz en leche para después del rosario, y cada que pasaba por la cocina agarraba una cucharada de aquel arroz tan sabroso con piloncillo y leche bronca.
—Ay hermana, desde chiquilla que siempre has sido bien tragona. Por eso nuestra madre te ponía a tomarte un té de epasote en la mañana, que para matarte las lombrices de la panza.
—También me decía que me iba a poner tripona si seguía comiendo, pero siempre he estado bien flaca.
—Ya hubiera querido yo ser como tú. Nomás me comía una bolsita de cacahuates y me salían un chorro de granos en la cara; y aunque comiera poquito, diario me salía una lonja cuando me sentaba en cualquier lugar.
—Pues que tengo buen metabolismo me dijo el doctor…
—Ya llegamos hermana. Súbete a esta piedra y agárrate del palo del guamúchil para ver mejor desde acá arriba, pero con cuidado, porque no se ve casi.
«Arriba del cerro estaban las dos hermanas mirando las luces del pueblo, los postes alumbraban apenas lo necesario para ver las calles a lo lejos.»
—Mira qué bonito se ve el pueblo hermana, ahorita que está la noche despejada se dejan ver las luces rete bonitas. De mi casa se alcanzaban a ver las luces así.
—Hermana, aquí antes era tu casa. Mira para atrás.
«Voltearon y detrás de ellas se veían apenas las sombras de escombros calcinados por el fuego y por el tiempo, flotando entre el polvo, la oscuridad y la hierba.»
—Qué dices, hermana, mi casa no era así, esto es un lote baldío en el cerro, tiene mucho tiempo de que aquí no vive nadie.
—La casa se quemó mientras tú dormías hermana. Acuérdate, acuérdate que te levantaste asfixiada por el humo y moriste quemada en tu cama.
—Pero no, yo no recuerdo eso. Además, yo vivía con mis hijos y con mi marido, ¿adónde se fueron ellos?
—Ellos están bien, acuérdate que tus hijos ya viven solos, cada uno tiene su casa. Tu marido está allá conmigo, te están esperando todos allá.
—Me estas echando mentiras hermana, siempre fuiste bien mentirosa de chamaca. No me andes bromeando con eso.
—No bromeo hermana. Por eso vine, vine para recordarte que estás muerta, como yo. Para que ya dejes de vagar por allí.
—Pero cómo, no puede ser. ¿Cómo se me va a quemar a mí la casa, eso no es posible?
—En la noche dejaste el nixtenco ardiendo, y se cayó un leño prendido en el petate que tienes en el piso de la cocina, de allí se prendió todo y no se dieron cuenta hasta que las llamaradas llegaron al cuarto donde dormían tú y tu marido.
—¿Pero de eso hace cuánto?
—De eso ya tiene varios años, pero desde entonces no has encontrado el camino con nosotros. Vine para mostrártelo, para guiarte con nosotros.
—¿Y adónde vamos hermana?
—A donde van los muertos, allá vamos.
—Pero ¿y mis hijos?, ellos me necesitan, necesito estar con ellos.
—Lo estarás, así como hemos estado acompañándote nuestra madre y yo durante toda tu vida. No debes temer, es por tu bien.
—Pero ellos me necesitan hermana, soy su madre.
—Estarás con ellos cada que se tienten el corazón, cada que el sol ya no alumbre y se acuerden de ti, en cada suspiro que les roben, en cada aire de fresco que los roce estarás. Volverán a verse, aunque no se den cuenta, porque estarás en cada decisión que tomen, en cada destello de su alma, y sobre todo estarás en cada lágrima que te lloren cuando noviembre se tiñe de naranja.
Estarás, siempre estarás.
—Pero tengo miedo hermana, no sé cómo es allá.
—No temas hermana, te acompañaré hasta que la luz se haga polvo y que la vereda desaparezca. Solo debes seguirme, y todo estará bien.
«Ella miró de nueva cuenta las cenizas de lo que fue su casa, y entre las penumbras de la noche y el dolor de su corazón suspiró el último cachito de vida que le sobraba, dotándose del nuevo aire limpio y puro, de lo mismo de lo que está hecho el alma»
—Está bien hermana, vamos.
—Entonces sigamos caminando hermana, que ya nomás queda un ratito para llegar.