Tienda de Nostalgias

Al mediodía caminaba por el centro histórico, con un café en la mano. De esas veces que se antoja un café a la 1 de la tarde para quitarte el calor. Esos gustos espontáneos que no se puede estar tranquilo hasta que complaces el capricho hedónico que la mente te pide con prisa. Regresaba del banco donde trabajo hacia mi casa, y fue cuando tropecé con el mentado letrero que estaba a mitad de la banqueta. Al tirar una sección del café por el brinco abrupto que me provocó mi distracción, pude mirar lo que el letrero decía  –Tienda de Nostalgia– y una flecha apuntando al callejón que se encontraba justo entre los locales viejos del centro. Me asaltó una sensación de averiguar por qué usaban la palabra nostalgia como un producto consumible.  

Sin pensarlo demasiado, me introduje al callejón para indagar un poco acerca del recóndito negocio; y de paso informarle al dueño, gerente o lo que sea, que ese letrero es un peligro para los aferrados distraídos que caminamos por las banquetas. 

El callejón estaba sucio, era un rinconcito oculto entre el estrecho camino de mármol falso, con paredes hechas de tabiques mohosos. Encontré una puerta de cristal, con los bordes de madera blanca, un letrero colgante que decía “Abierto”. Me imaginé que ese era el lugar que estaba buscando, abrí la puerta y pasé. Bajé unos escalones y fue cuando pude contemplar el lugar. 

Era un cuartito pequeño sin decorar, las paredes color blanco con un pasillo al fondo. La pintura se veía opaca, como si fuera del arte vintage o si de veras estaba deteriorada. No había muebles en el cuartito, sólo un mostrador de madera firme, cortada de una parota en los años 70’s. Me aproximé a él y toqué la campanilla dorada que habitaba en su superficie. Pasó un segundo y del pasillo escuché que alguien se aproximaba. El personaje que apareció era un señor de quizás unos 80 años, jorobado y decrépito, con apariencia de ermitaño y enteramente pulcro.  

  • Buenas tardes, joven — me dijo — ¿Viene a comprar nuestro producto?  
  • Vengo a decirle que su letrero casi me provoca una caída, de la cual puede que no me recuperara pronto, pero ahora que me tomé el tiempo de venir hasta acá quiero preguntarle ¿qué es lo que vende usted? 
  • ¿Mi producto, la nostalgia líquida? — reclamó de forma insegura.  
  • Ajá — respondí yo. 
  • Pues es precisamente lo que el letrero dice, nostalgia. 

Yo quedé unos segundos perplejo, inconforme con su respuesta, él señor me miró, y con una ligera barrida de ansiedad en su mirada volvió a tomar la palabra.  

  • Si usted desea, puedo darle una prueba del producto como cortesía, para que se anime. ¿Qué le parece? — me dijo en tono amable.  

Yo le respondí que estaba de acuerdo. Él pasó su brazo por debajo del mostrador, sacó un frasco de vidrio junto con un pañuelo de tela muy fino; el frasco diminuto contenía un líquido translúcido color amarillo oro, y el pañuelo teñido color hueso.  

Agitó previamente el frasco de cristal para después sacar el corcho y dejar caer una gota del líquido sobre el pañuelo, sólo entonces pronunció — Concéntrese en el aroma que expide el pañuelo, dura unos escasos segundos.  

Con un movimiento contundente agitó el pañuelo, dejándolo estilar en el aire con sus dedos, entonces movió la cabeza incitándome a que aspirara. 

Respiré y no encontré nada peculiar, pero unos segundos después me atravesó una oleada de un aroma que conocía. Un aroma a casa, a casa de paredes frescas y macetas enhierbadas por la humedad de las lluvias, mi casa por la tarde cuando volvía de la playa cuando tenía 12 años. Recuerdo haber escuchado a mi madre llamándome para cenar, sentada en el viejo comedor que hizo mi abuelo a mano, serrucho y lijas; y que se lo terminó comiendo la polilla con el pasar de los años. Mi madre puso los platos hondos en la mesa, comíamos caldo de pescado, un caldo del que me despedí el día que murió sentada frente a los almendros. Después quise adentrarme aún más en el recuerdo, pero no lo logré. El aroma se había ido. 

Mi cara de éxtasis cambió por un semblante de curiosidad y le pregunté al anciano — ¿Cómo es esto posible —. 

Nuestro sistema respiratorio es muy complejo — respondió —tanto así, que tiene una conexión muy curiosa con la memoria a largo plazo. Los recuerdos más superfluos se graban en el inconsciente como una fotografía corporal de aromas y sensaciones. Esos recuerdos que aún cargamos, pero que olvidamos dónde los hemos guardado, generan una sensación súbita de visita del pasado. Cuando nuestra nariz detecta aquella sutil capa de aromas que entretejen la memoria, el pasado se manifiesta de nuevo, lo volvemos a vivir por un momento fugaz. Por eso se llaman recuerdos. Del latín recordis, volver a pasar por el corazón. 

Fue algo tan bello — le dije — el ver a mi madre de nuevo, tan radiante y joven. De veras que me dio mucha… 

— ¿Nostalgia?— interrumpió el anciano. 

  • Si, nostalgia. — afirmé asombrado. 

Desde hace años que me dedico a hacer esencias y perfumes que evoquen en los demás el brote repentino de esos recuerdos que uno deja olvidados por ahí dentro de la mente inconsciente. — dijo el anciano con mucho orgullo — Esto puede pasar espontáneamente en la vida, un día cualquiera sin que te lo esperes; pero el provocarlo, controlarlo y envasarlo en el vidrio es todo un arte que pocos conocen. Muchos que han experimentado con mi trabajo han dicho que es una nueva forma de expresión artística.  

Yo quedé asombrado, y le pregunté si era posible que me diera los precios de su producto. 

—Son 3mil pesos por una botella de 250ml, aunque por lo general las pruebas las doy en 300 pesos. 

Abrí mi billetera y me quedaba un billete de 500. Se lo dí al anciano y le manifesté mi deseo de volver a repetir la experiencia. Él tomó mi dinero y lo metió al bolsillo que su camisa tenía, sacó mi cambio de por debajo del mostrador junto con otro frasco de vidrio y otro pañuelo, ahora con un líquido en su interior de un color ámbar, parecido al durazno. 

—Este perfume es de una de mis mejores esencias — me dijo mientras batía el frasco — su efecto tendrá mayor fuerza que el anterior. Sé que le gustará.  

Abrió el frasco y repitió el protocolo de la última vez, dejo caer una gota en el nuevo pañuelo, lo meneó sobre el aire y de forma corporal me indicó que oliera.  

Al olfatear me llegó un intenso olor a mar. Y el recuerdo comenzó a sentirse lúcido. Era una noche de verano durante mi adolescencia, sentado bajo el sereno y la arena fría de la noche; una mujer me hacía compañía bajo la palapa que yo había construido durante el día. Resguardados de la impertinente luz de la luna llena hablábamos sin cuidado, y reíamos cada ciertas oraciones. Yo la miré a los ojos y toqué su cabello desinteresadamente, ella se acercó a mi de forma sutil y me dijo algo borroso para mis oídos, ensordecidos por el ajetreo del mar. Volteo la cabeza y al volverla ella estaba allí con sus labios mirándose frente a los míos. Sentí un nudo en el estómago, como si cargara una piedra, mientras la sangre corría tibia dentro de mis arterias. La besé sin pensarlo mucho, una sensación en mis labios similar a probar una fruta madura, sensación carnosa, suave, fresca y tropical. 

Yo no sabía lo que estaba haciendo, pero se sentía bien, muy rico para ser exactos. De repente todo fue diluyéndose en el vacío de entre la mente y el cuerpo, esfumándose el recuerdo y también aquella sensación de tener la boca mojada, llena de arena y sal de mar. 

Abrí los ojos y me percaté de que seguía en la tienda de nostalgia, acababa de recordar uno de mis primeros besos que alguna vez le dí a una mujer. Mi corazón galopaba fuertemente y mi frente no paraba de sudar como vaso de agua fría. 

  • Necesito otra prueba más. Ya no tengo más efectivo, pero puedo pagarle con mi tarjeta bancaria.  
  • Lo siento mi estimado, pero aquí sólo acepto billetes. 
  • Le puedo entregar este reloj que tengo, es un citizen de buen valor, y mañana mismo le pago cada prueba al doble para que me regrese el reloj. ¿Cómo ve? 
  • No puedo aceptarlo, además, casi nadie de los que vienen por aquí regresan. Muchos se pierden y olvidan donde estaba la tienda, y no vuelven jamás. Por eso debo negarme. 
  • Bien, entonces déjeme voy a la casa por más efectivo y vuelvo. ¿A qué hora cierra? — pregunté. 
  • A las 4 de la tarde — respondió el anciano. 

Me fijé en el reloj y eran 15 para las 4, así que deduje que no volvería sino hasta el día siguiente, a la misma hora. 

Salí de la tienda y del callejón, agarré camino hacia la casa y al llegar le conté a mi hermana lo sucedido. Ella me dijo que también estaba interesada en probar esas drogas de las que yo hablaba jaja, así que acordamos ir al día siguiente juntos. 

Después del trabajo, mi hermana y yo nos reunimos fuera de los locales viejos del centro y entramos juntos al callejón. Lo recorrimos varias veces sin encontrar la mentada puerta de cristal con bordes de madera blanca. Nos rendimos después de unas horas. Yo volví al día siguiente, a la misma hora para buscar, pero no tuve éxito.  

Van más de 3 meses que recorro el callejón todos los días sin poder encontrar la tienda de nostalgia. Hay algún instinto dentro de mi al parecer, que me incita a volver a experimentar el pasado, necesito volverlo a sentir. Así que seguiré buscándola hasta encontrarla otra vez. 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *