Es mi costumbre moverme hacia donde se oculta el sol. Nunca dejo de moverme, porque allá es a donde debo ir. Allá en esa dirección encontraré todo para seguir viviendo. El tiempo en soledad que he pasado me ha dado astucia suficiente para encontrar alimento en los incontables sitios donde he recorrido, mi olfato no me ha fallado nunca, ni lo hará hasta que esté listo para morirme. Mis ancestros me enseñaron a seguir la dirección del sol y a nunca dejar de moverme, lo predicaban con el objetivo primordial de evadir la muerte.
Siguiendo mi camino he encontrado un olor, uno bueno al parecer. No he tenido la cercanía como para apreciarlo lo suficiente, pero ese olor vuelve a seducirme cada que el sol se pone en la dirección a donde voy. Recorrí océanos de hierba y monte para poder acercarme más a él. Hoy ya he visto de donde viene, y casi con seguridad haré que sea mío. Hay unas planicies desoladas antes de entrar a lo que parece ser es una madriguera de hombre. De ahí viene el olor que he seguido por varias lunas. Me atrevo a entrar aunque nunca me he enfrentado a ese ser que llaman hombre, pero si soy silencioso y aprendo de él sin que me observe, creo que puedo hacer mío lo que busco ansioso.
Bajo mis instintos seguí el rastro, abriéndome paso por la obscuridad de la noche. Me oculte lo suficiente y ahora que no hay sonido, sé que el hombre se ha ido. Mi nariz me guía, por escondrijos, hasta un llano frío donde no son visibles las caras de la luna. Entre más me aproximo a la fuente del olor, más calor siento en el cuerpo.
Un contratiempo ocurrió al escuchar un sonido del hombre, me oculté donde pude, y ahí percibí que había un semejante rondando cerca. Expedía su esencia al igual que yo soltaba la mía, sin tener control de ella. La de mi semejante olía a humedad, a encierro. Debía ser alguno que tuviese tiempo aquí donde el hombre. Seguí su pista hasta que vi la silueta en las penumbras, era grande. Me supe observado por él ya que cambió la esencia que expedía cuando me acerqué. Él se movió hacia mí, noté que sus movimientos eran lentos pero contundentes. Me pasó por un costado y se detuvo por un momento para decirme:
—Si quieres alimento, sígueme – pronunció con calma y siguió moviéndose después.
Yo me fie de sus palabras, aunque mi olfato me llevara la contra, y lo seguí por donde se fue. Seguí el rastro de su aroma hasta que me condujo a un escondite, un recóndito sitio alejado del olor del hombre.
Al entrar, enseguida noté que no era un semejante sino varios los que ahí vivían. Mi nariz encontró fragancias de otros como yo, fragancias de un par más. Entré y me hallé sólo, y con una rápida emboscada el otro, a quien seguía, me tumbó al suelo. Mi fuerza no podía ya hacer mucho contra el peso del otro sobre el mío, él me inmovilizó y yo obedecí a su sometimiento, por el mero instinto del miedo a que acabara conmigo. Cuando quedó claro quién tenía el dominio de la situación me soltó del cuello, y terminó de soltarme por completo después de él orinarme encima.
Come y después te irás — me dijo.
Con un chillar peculiar llamó a sus hembras, para presentarse ante él y ellas se hicieron aparecer pronto al pie de su amo. Se presentaron juntas cargando entre sus mandíbulas un gran trozo de fruta fermentada. Ellas lo dejaron frente a mi y se retiraron hacia donde su amo.
Yo olí la fruta y sabía que eso era lo que venía buscando desde varias lunas atrás. La olí y recordé por lo que había entrado ahí con el hombre. Comía la fruta con hambre de dos días, y fue mientras sentía el fétido vapor del alcohol en los bocados de la fruta cuando el olor de las hembras me cautivó por primera vez. Fue un contraste conocido, como si en mis genes vinieran ya escritas, con palabras de mis ancestros, que tanto el olor del alcohol así como el de las hembras nos seducirá hasta caer en la locura.
Ahora devoraba más despacio, tragando tanto del dulzor de la fruta como el de el olor de las hembras, unas hembras que allí dominaba aquel semejante más grande. Mire su silueta disimuladamente entre la inmensa oscuridad y el claro de las estrellas que alumbraban el escondrijo. Eran hembras de buen tamaño, con un exquisito aroma de maduras. Ya debían haber dado crías, pero aún olían con la capacidad suficiente de tener más. Su efecto era claro, estaban listas para ser tomadas por mí. Estaba experimentando un hambre que no podía ser saciada con la fruta.
En la mente de uno pasan instantes de inexplicable lucidez, una lucidez que me abrió el camino hacía experimentar deseo intenso de ellas. Quería tomar la fruta y a las hembras, no me iría sin hacer menos. Así que deduje con astucia que debía atacar al otro, sin que me viese venir. Sólo podía ganarle si me aprovechaba de mi agilidad, porque la fuerza y el tamaño de él era mayor. Negocie la idea por unos instantes hasta que figure cómo haría para asesinarlo.
Terminé de comer la fruta y asumí mi posición de sumiso. Tenía que hacerle creer que él aún me tenía en su control. Cuando se movió la silueta y me dio pasó hacia la salida, me encaminé hacia allá.
Fueron pasando los segundos mientras caminaba suavemente con las cuatro patas rumbo a la salida del escondrijo. Cuando había apartado la atención de mis movimientos volteé la mirada de regreso. Confirmé que estaba distraído, y con un impulso bestial corrí a morderlo del cuello. Conseguí hacerlo sangrar mientras trataba de quitarme de encima, pero poco pudieron su peso y movimientos torpes con mi fuerza de mordida: estaba ahí, amarrado a él hasta que muriera desangrado.
Las hembras observaron todo el drama, inanimadas por el duelo a muerte. Cuando se dejó caer supe que estaba hecho, ahora yo tenía el control. Lo dejé desangrarse en el piso mientras una emoción de éxtasis me abrazó. Ahora que el macho antiguo había muerto, yo ocuparía su lugar con las hembras.
Con el instinto ansioso me dirigí a la primera de ellas. La hembra más joven, cuya esencia me atraía por ser más fuerte, se dejó tomar por mí sin oponerse. Más allá de la resistencia inconsciente al sentir el dolor, no me resultó difícil someterla. Y al hacerlo me entregué por completo al frenesí de aparearme. Poseído por el instinto animal, no noté que la otra hembra estaba ahí frente a nosotros averiguando la experiencia que se le aproximaba, y lo hacía de una manera tan pacifica y sin temor aparente.
Al terminar con la primera, la segunda hembra se dejó someter de la misma forma que lo hizo la otra, tratando de gemir lo menos posible. Trabado en la ansiedad de terminar tuve que rasguñarla y ella soltó un chillido inconsciente, después hubo un silencio, eso fue lo que marcó el final del apareamiento. Después de tomar a las dos hembras me sentí satisfecho, aliviado de un hambre más fuerte, y me regresé por donde había llegado, letargo, caminando hacia el territorio del hombre. Cuando buscaba la salida encontré alimento, unas migajas de pan. Decidí comerlas antes de irme, porque no se sabía cuánto tiempo duraría en volver a encontrar algo parecido.
Aún aturdido por el apareamiento, me tragaba el pan ansioso, sólo queriendo aumentar más la sensación de placer mientras pudiese. En algún momento me escuché en la mente diciendo que debía quedarme allí, el paraíso que ofrecía todas las experiencias que un ratón desea, ese lugar tenía alimento y hembras que criarán otros de mi sangre, y si me quedase allí habría seguridad de que esos deseos se pueden satisfacer constantemente. Pero mis ancestros me enseñaron a seguir el sol, no podía fallarles, no después de que me dieron la vida. Entonces, al terminar de comer el pan, decidí continuar con mi camino sempiterno de seguir el sol.
Salí de la madriguera y me encontré en medio de un prado alumbrado por la luz del alba, recuerdo comenzar a sentirme diferente, la sensación de alivio se iba y comenzaba otra muy extraña. Me hallé sin la posibilidad de moverme y caí en la tierra tieso como roca. Alucinaba con el paisaje que veía y espasmos atacaban mi cuerpo. Recuerdo haber soñado despierto y visto de nuevo a mi abuelo, el que me dijo que no dejara de seguir el sol. Él no hablo, pero con su mirada penetró mis pensamientos y me explico la razón de mi existencia. Yo había sido criado y soltado libre hacía la naturaleza para experimentar todo tipo de sensaciones. Había encontrado muchos miedos y placeres durante mi vida, y se acercaba la última de todas: la muerte. Una muerte provocada por las migajas de pan, envenenadas cruelmente por el hombre. Aparté la vista de mi abuelo y la fijé en el paisaje mientras me sentía satisfecho de nueva cuenta, pero ahora fue diferente, porque después de esa sensación, no volví a sentir nada más.