Vamos hoy a la playa

Bebía del vaso rojo y mientras lo hacía me quedaba viendo el fondo. Absorto en mis pensamientos agoté el líquido alcohólico que se encontraba dentro. En el ambiente había música de moda, nada tan atractivo como para bailar solo. La reunión con los amigos iba bien, muchas caras conocidas y otras no tanto, pocos pulsaban los recuerdos de mi memoria. Cuando hice el refil de mi vaso rojo fue que te miré, y sentí que algo me estrujó dentro del vientre. Eras tú, con tus enormes ojos de color café, quien me miraba desde el fondo de la cocina. Dejé el vaso para ir a saludarte, hace años no nos veíamos. Me secuestró el sonido de tu voz entre la buya de las conversaciones ajenas, la lenta voz de miel que usabas antes en audios para responderme los textos del chat.

Escuchaba tus palabras mientras acariciaba sobriamente cada detalle de tu apariencia. Tu boca color terracota, las piernas largas, el perfume sutilmente dulce y las orejas pequeñas, llenas de aretes finos. Acalorado por tus recientes logros me abstuve de contarte mis andadas, nada interesantes. Mejor preferí hacerte cumplidos, contarte chistes del pasado y del ahora. La risa que florecía de ti cada cierto momento me parecía una ración de dopamina del mejor sabor conocido. Obviamente, después tuve que repartir mi atención con los demás amigos, que cada cierto tiempo nos interrumpían y nos integraban al grupo de nuevo.

Antes de que te marcharas de la reunión, te dije de un nuevo lugar cerca, una cafetería. Quedamos de ir juntos, tan pronto como para que no se enfriaran los temas que quedaron pendientes de contarse.

Al día siguiente tú me escribiste primero. Me dijiste “Vamos hoy a la playa”. Me contaste por audio que habías hecho un plan de ir a la playa con tus más recientes amistades. Yo sin dudar me apunté, y sugerí que nos fuéramos en mi camioneta todos juntos. Tus amigos eran agradables, todos de fuera, con planes de visita corta y con muy buen presupuesto para hacer desmadre en la playa. La cerveza estaba helada, igual que el agua del río, que desembocaba directo en el mar pedregoso. Al final todos bebimos y fumamos hasta que se agotaron las latas, la hierba y el tabaco, también se terminaron las penas de cada uno, las ansiedades y los sentimientos depresivos. El cotorreo fluyo a fuego lento, de formas auténticas e ilimitadas. Ya al fondo de la noche tropical terminamos todos amanecidos bebiendo aguardiente, frente a una fogata hecha con estopa de coco y madera de palmas.

Cuando el sol salió, la resaca fue dura para todos, pero sobre todo para ti, que no sueles tomar tanto muy seguido. Cuando recobramos la razón empezamos a juntar nuestras cosas, desbalagadas entre la arena. Recogimos y subimos todo para regresar a la ciudad, fue  entonces que la camioneta dejó de encender. Tus amistades, con la ansiedad de llegar a sus rutinarios trabajos, tuvieron que encontrar la manera de regresarse. En el pueblo costero de Michoacán de Ocampo ningún mecánico conoce la prisa. Ellos se fueron y quedamos solo tú y yo. Nunca supe si te quedaste por obligación, por interés propio o por empatía. La respuesta no importaba, yo sentí un alivio al saber que te quedarías conmigo para disfrutar juntos de tu bella existencia.

La camioneta estaría lista hasta el día siguiente, así que nos sobraban las horas del día y las de la noche para hacer de la playa un lugar nuestro. Recuerdo que hablamos de muchas cosas, tantas que ya no puedo recordar ni siquiera una en especial. También entre nosotros los había momentos de puro silencio, absorbiendo la paz que dan los sonidos de las olas, el río fluyendo por gravedad, la vegetación en movimiento y el canto de los pájaros de costa. Al atardecer nos recostamos juntos en la arena. A pesar de que eres muy fotogénica, nunca usaste el cel para tomar fotografías. Vivías absorta en mí y yo en ti. Recuerdo sentir el peso de tu cuerpo sobre el mío, mientras me hablabas quedito cerca de los oídos, recargándote en mi pecho. El olor de tu piel quemada, la sal de tu aliento, y tus ojos brillantes bajo el sol dorado. La noche llegó inoportuna y el frío nos invadió salvajemente. La primera noche no lo sentimos en el estupor de las bebidas, pero ahora debíamos arreglárnoslas con el frío solos tú y yo.

Se sentía la atracción, un magnetismo. Como cuando tienes dos imanes cerca,  pero separados, y se necesita mucha fuerza para mantenerlos así. Al final vencimos la separación que las identidades nos proponen y nos juntamos lo suficiente para crear nuestro calor, la imitación del fuego. Un calor que fue eterno durante la noche. El sobrio recuerdo de mis manos recorriendo tu silueta no olvida, los caminos de tu piel, las melodías del gozo, las tormentas y los alivios del amor en la hamaca. Grabadas en mi mente quedaron esas voces y esa esencia de tu carne y de tu espíritu. Ya en la mañana, todo el mundo volvía a su lugar. El haberse quitado la ropa no servía de nada, porque por obligación habría que vestirse de nuevo sin preguntarnos qué había pasado ayer. Ambos lo supimos por un instante, nos miramos, y ese instante se había ido. Al final fuimos juntos los dos por la camioneta en la mañana, después del primer cantar de los gallos.

Había algo en tu mirada que me hacía sentir paz, la cómplice que me decía todo con las pupilas y la sonrisa de una niña. Regresamos a la ciudad sin prisas, platicando sobre las inquietudes de la vida y las incertidumbres del futuro. Al llegar fuimos a tu casa y te volví a amar durante esa noche tranquila, ahora en tu mundo, en tu casa y entre tus posesiones más cotidianas. Las llaves colgadas en la pared, las copas en la mesa, el mueble sosteniendo los libros y la tenue luz de una vela aromática. Dormimos juntos, y hasta me atrevería a decir que soñamos lo mismo.

Después de eso desperté confundido entre el desorden de mi cabeza y de mi casa. La sensación de tu presencia se había marchado, también lo hizo el bronceado y los restos de arena que se me quedaron pegados a la piel. Quise buscar si había algo real que me recordara a ti, y a esa experiencia que vivimos cerca del mar. Indagué lo que pude, pero sólo encontré la desilusión de que acababa de despertar de la noche posterior a la reunión de nuestros amigos.

Todo lo que experimentamos juntos había sido una vida dentro del sueño, el sueño de esas noches de verano. La idea de ti, la mujer que me invitó a la playa, la que imaginé su peso sobre mi cuerpo, la que inventé con los sabores más exactos a su real existencia, solo fue una idea que creo mi subconsciente. Ahora sentía el dolor de la abstinencia. Fue algo más que una ilusión, la falsa sensación de tenerte. Reflexioné todo el día al respecto. La única idea que me surgió para quitarme esa sensación de vacío fue abrir el chat y mandarte el mensaje de “Vamos hoy a la playa”.


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